Uno de los objetivos inmediatos de la era posrevolucionaria, según Marx, es el establecimiento de la autoridad ilimitada del estado, de tal forma que el poder y las limitaciones impuestas al desarrollo humano por la propiedad privada de los medios de producción puedan ser superados. El estado en manos de la clase trabajadora y de sus aliados debe transformar la relaciones económicas y sociales, al mismo tiempo de que defiende la revolución contra los restos del orden burgués. Pero la extensión de la autoridad del estado a la economía y la sociedad (a las grandes fábricas y a los fondos de inversión, por ejemplo) debe ir pareja al establecimiento de la responsabilidad ilimitada del «estado soberano» ante el «pueblo soberano». Al igual que el estado «liberal», el estado socialista debe tener el derecho supremo a promulgar y administrar la ley sobre un territorio dado, pero al contrario que el «estado liberal», debe ser totalmente responsable ante sus ciudadanos en todas sus operaciones. Además, el estado socialista debe tener como objetivo el convertirse lo más rápidamente posible en un estado «mínimo»: un aparato para la coordinación y dirección de la vida social, sin el recurso de la coerción.
Marx se refería generalmente al estado transitorio en la lucha por el comunismo como «la dictadura revolucionaria del proletariado» (cf., por ejemplo, la Crítica del Programa de Gotha). La «dictadura» se establece durante la revolución y «desaparecerá» con el comienzo del comunismo. ¿Qué entendía Marx por «dictadura»? No entendía lo que frecuentemente se cree: la necesaria dominación de un grupo o partido revolucionario pequeño, que reconstruye la sociedad de acuerdo con su concepción particular de los intereses populares. Esta postura fundamentalmente leninista debe distinguirse de la postura general de Marx. Por «dictadura del proletariado» Marx entendía el control democrático de la sociedad y del estado por aquellos —la aplastante mayoría de los adultos— que ni son propietarios ni controlan los medios de producción. La cuestión es, por supuesto: ¿cómo concebía Marx el control democrático del estado y de la sociedad por las clases trabajadoras y sus aliados?
Cuando Marx hacía referencia a «la abolición del estado» y a «la dictadura del proletariado» tenía presente después de 1891, creo yo (aunque no todos los estudiosos del tema están de acuerdo), el modelo de Comuna de París[1]. El año 1871 fue testigo de un alzamiento en París, en el que miles de trabajadores parisinos tomaron las calles para derrocar lo que ellos consideraban una estructura gubernamental anticuada y corrupta. A pesar de que el movimiento fue eventualmente aplastado por el ejército francés, Marx lo consideraba «un glorioso presagio de una nueva realidad» (La guerra civil en Francia, p. 99). La rebelión duró lo suficiente como para dar tiempo a plantear una notable serie de innovaciones institucionales y una nueva forma de gobierno: la Comuna. La descripción de Marx de la Comuna es rica en detalles…
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[1] Engels era desde luego de esta opinión: véase, por ejemplo, su Carta a A. Hebel, marzo, 1875. Para un planteamiento alternativo, véase Arendt (1963) y Anweiler (1974). Arendt argumenta que Marx concebía la Comuna tan sólo como una medida temporal «en la lucha política para llevar a cabo la revolución» (p. 259). En mi opinión, la Comuna proporciona un modelo claro para al menos la «primera etapa del comunismo».
David Held. Modelos de democracia; Models of Democracy (2ª edición 1996).
El estado de bienestar
Muchos han caracterizado la década y media que siguió a la Segunda Guerra Mundial como un período de consenso, fe en la autoridad y legitimidad. La larga guerra parecía haber generado una corriente de promesa y esperanza en una nueva era caracterizada por cambios progresivos en la relación entre estado y sociedad a ambos lados del Atlántico. En Inglaterra, la coronación de la reina Isabel II en 1953 —al menos dos millones de personas llenaron las calles, más de veinte millones la vieron por televisión, cerca de veinte millones la escucharon en la radio— reforzó la impresión de consenso social, un contrato social posbélico (Marwvickk, 1982, pp. 109-110). La monarquía representaba tradición y estabilidad, mientras que el lamento simbolizaba la responsabilidad y la reforma. En Estados Unidos, la lealtad patriótica de todos los ciudadanos parecía plenamente establecida. En palabras de un comentarista, de los que se hacen eco de la opinión popular.
América ha sido y sigue siendo una de las naciones del mundo más democráticas. Aquí, mucho más que en cualquier otro sitio, está permitido al público participar ampliamente en la elaboración de las líneas de actuación sociales y políticas… Las personas piensan que saben lo que quieren y no están dispuestas a ser a praderas más verdes. (Hacker, 1967, p. 68, citado por Margolis, 1983, p. 117.)
Durante los años de posguerra los comentaristas políticos de izquierda a derecha del espectro político señalaban el amplio apoyo a las instituciones centrales de la sociedad. La creencia en un mundo de la «libre empresa», moderado y contenido por un estado intervencionista, se reforzó con los excesos políticos de la derecha (fascismo y nazismo en la Europa central y del sur) y de la izquierda (el comunismo en el Este de Europa). La guerra fría constituía, además, una inmensa presión que confinaba la llamada política «respetable» al ámbito de la democracia. Al comentar este período de la política británica, A. H. Hlsey escribía: «La libertad, la igualdad y la fraternidad, todas hacen el progreso». El pleno empleo y las crecientes oportunidades educativas y ocupacionales marcaron la época con una «alta movilidad social neta ascendente y un lento desarrollo de la afluencia masiva. La corriente del consenso político fluyó con fuerza durante veinte o más años» (Halsey, 1981, pp. 156-157). La existencia de este consenso estaba, tal como hemos visto, fuertemente apoyada por estudios académicos como La cultura cívica de Almond y Verba: se sugería que la moderna nación británica, junto con otras destacadas democracias occidentales, disfrutaba de un sentido altamente desarrollado de lealtad hacia su sistema de gobierno, de un fuerte sentido de deferencia por la autoridad política y de actitudes de confianza (véanse las pp. 239-240).
Los límites de la «nueva política» estaban establecidos por el compromiso con la reforma social y económica; un predominante respeto por el estado constitucional y el gobierno representativo; y el deseo de fomentar la persecución individual de los propios intereses, al tiempo que se mantenían políticas de interés nacional o público. Detrás de estas preocupaciones estaba una concepción del estado como el medio más apropiado para la promoción del «bien», tanto del individuo como de la colectividad. Al proteger a los ciudadanos de la interferencia arbitraria, y al ayudar a los vulnerables, los gobiernos podían crear un margen más amplio de oportunidades para todos. Casi todos los partidos políticos a lo largo de los años cincuenta y sesenta creían que, una vez en el gobierno, debían intervenir para reformar la posición de los injustamente privilegiados y ayudar a la posición de los desamparados. Tan sólo la política de un estado intervencionista atento, que incorporase interés y especialización, imparcialidad y habilidad, podría crear las condiciones para que el bienestar y el bien de cada ciudadano fuera compatible con el bienestar y el bien de todos.
Esta concepción de bienestar o concepción «socialdemócrata» o «reformista» de la política tiene sus orígenes en algunas de las ideas y principios de la democracia desarrollista (véase el capítulo 3, pp. 138-141). Pero recibió su expresión más clara en la política real y en las políticas del expansivo estado intervencionista (keynesiano) en los años que siguieron a la Segunda Guerra Mundial. El rápido crecimiento económico de estos años ayudó a financiar un programa de aparente aumento del bienestar social. Pero con la caída de la actividad económica mundial, a mediados de los setenta, el estado de bienestar empezó a perder atractivo y pasó a ser atacado tanto desde la izquierda (por haber hecho pocas incursiones, si alguna, en el ámbito de los privilegiados y poderosos) como desde la derecha (por haber sido demasiado costoso y una amenaza para la libertad individual). La coalición de intereses que lo había apoyado (en la que se incluían políticos de una amplia variedad de patidos políticos, sindicalistas comprometidos con la reforma social e industriales interesados en crear un ambiente político estable para el crecimiento económico) comenzó a romperse. La cuestión acerca de si el estado debía ser empujado «hacia delante» o «hacia atrás» se convirtió en objeto de intensas discusiones. Con el tiempo, la síntesis de ideas que sostenía al estado de bienestar comenzó a parecer aún más débil. Al argumentar a favor de los derechos individuales, junto con una acción cuidadosamente guiada del estado para proporcionar mayor equidad y justicia para todos, los paladines de una creciente esfera para la dirección del estado allanaron el camino para un programa muy extenso de intervención estatal en la sociedad civil. El problema es que muchos de ellos dijeron relativamente poco acerca de la forma apropiada de acción estatal y, por lo tanto, ayudaron a producir —o al menos así argumentarían algunos— paternalismo, burocracia y jerarquía en y a través de las políticas estatales. Las consecuencias para la dinámica y la naturaleza de la democracia fueron considerables.
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David Held. Modelos de democracia; Models of Democracy (2ª edición 1996).
Ciencia, religión y política
A finales del siglo XVII y comienzos del XVIII se enfrentaron estas dos familias físico-teológicas, la neoplatónica y la mecanicista. La primera predominó en Inglaterra bajo el cobijo de la ciencia newtoniana, mientras que la segunda prosperó especialmente en Francia auspiciada por el prestigio de Descartes. El piadoso Newton se valía de la causación espiritual en las interacciones entre cuerpos separados espacialmente (como las gravitaciones) para concentrarse en la expresión matemática de las leyes seguidas por las fuerzas inmateriales, sin tener que preocuparse por imaginar un mecanismo material subyacente que los conectase. En este sentido, decía: «no invento hipótesis». El mecanismo cartesiano se le antojaba la antesala de la infidelidad, pues al sostener que el mundo funciona mecánicamente a base de impactos materiales, excluía que el físico se topase con Dios al estudiar la naturaleza, estableciendo así una separación insalvable entre física y teología. A ello respondía Leibniz que un Dios como el de Newton, que debe intervenir continuamente en su obra para crear el movimiento que se gasta y hacer funcionar el sistema, es un mal relojero que no sabe diseñar una máquina que funcione sin constantes reparaciones, con lo que la naturaleza es un perpetuo milagro (recuérdense las motivaciones contra el naturalismo renacentista de Mersenne). De este modo, las discusiones y propuestas científicas eran inseparables de las concepciones teológicas. El Dios omnipotente y voluntarista de Newton actúa como le viene en gana, lo que entraña que hay que partir de los hechos consumados para inducir sus decisiones. El dios intelectualista de los continentales opera según la razón en pos de lo mejor, merced a lo cual podemos indagar racionalmente sus planes, como creían hacer Kepler o Leibniz, de manera que su dios no era tanto el dios personal y colérico de Abraham cuanto un dios filosófico que garantiza el orden natural y racional.
Como se puede ver, la religión particular de los científicos desempeñó una función esencial en sus métodos y teorías, pues todo ello se modelaba conjuntamente. Pero los dioses de cada científico eran tan diferentes como sus propuestas científicas. El de Kepler era un geómetra que creaba con los sólidos regulares del Timeo; el de Newton era el atrabiliario y celoso Dios bíblico que hace lo que le viene en gana sin plegarse a criterios de bondad o perfección ajenos a Él; el de Descartes era un mecánico perfecto, etc. En este sentido individual, la religión y la teología no fueron enemigos de la ciencia. El problema fue la religión instituida en una Iglesia con poder. En el siglo XIX se impuso la idea de que la religión y ciencia eran cosas incompatibles abocadas a la guerra. Esta idea es patentemente incorrecta si se refiere a la religión particular elaborada con libertad por el teórico. Pero resulta plausible aplicada a las Iglesias, pues tanto las reformadas como la católica tienen un su haber condenas del copernicanismo, persecuciones y aun incineraciones de «disidentes» como Galileo, J. B. van Helmont, G. Bruno o M. Servet. Dado que las sectas cristianas consideraban que la Biblia contenía verdades religiosas, morales y físicas, las teorías cosmológicas y filosófico-naturales que no se acomodasen a ellas serían «ateas», por lo que la «guerra» era inevitable. El resultado del choque dependía de la fuerza y determinación de la autoridad, aspectos en los que destacaron los católicos, que disponían de una filosofía perenne y de unos cuerpos de represión y control eficaces, como la congregación del Índice, la Santa Inquisición o la Compañía de Jesús. La situación tendía a ser mejor entre las sectas reformadas, en las que la autoridad era menos omnímoda y en las que existían ideas favorables al sacerdocio de todos los creyentes y a la interpretación personal de la Biblia. Aunque eso produjera una mayor tolerancia, esta tenía un límite, pues Newton nunca se atrevió a expresar públicamente su teoría de que Cristo era un hombre, y la Trinidad, una corrupción politeísta, lo que le hubiera valido el ostracismo social y anglicano. Veamos la acogida de la ciencia en ambos ámbitos.
En Italia, las condenas de naturalistas como Patrizi o Bruno mostraron los obstáculos religiosos a la libre especulación, mientras que la condena del compernicanismo y de Galileo agostaron las innovaciones cosmológicas, astronómicas y atomistas, lo que contribuyó a la decadencia científica del país más dinámico del Renacimiento. Pero además la Iglesia católica atacó con perseverancia tanto el naturalismo hermético como la filosofía mecánico-corpuscular, sin que tuviese más alternativa que un escolasticismo periclitado incapaz ya de dirigir las investigaciones. Por ejemplo, el espíritu contrario al animismo, la magia y el hermetismo del Concilio de Trento obstaculizó el desarrollo de la química entre los católicos. Aunque Paracelso era católico a su manera en la primera mitad del siglo XVI, el resurgimiento del paracelsismo a finales de siglo, después de Trento, fue perseguido. Los jesuitas que acompañaban la invasión española en Bélgica la tomaron con Joan Baptista van Helmont y consiguieron que en 1625 la Inquisición española condenase como heréticas veintisiete tesis suyas, por lo que hubo de retractarse. En 1633 fue condenado por la Facultad de Teología de Lovaina por aceptar las «monstruosas supersticiones» de Paracelso y su filosofía química (pyrotechnice philosophando). El resultado fue que la química quedó con manos de protestantes como Daniel Sennert, Andreas Libavius, Michael Sendivogius, Robert Boyle o Nicolas Lémery.
Pero el mecanicismo, ingeniado a fin de evitar los males del hermetismo para el alma, no tuvo mejor acogida, pues los jesuitas jalearon una fea consecuencia suya. Para el mecanicismo, las propiedades reales de las cosas son las formas, tamaño y movimiento de sus partículas, mientras que las cualidades que presentan no son sino el impacto fisiopsicológico de esos corpúsculos sobre nuestro sentidos. En el mundo objetivo no hay calor, sino agitación de las partículas que nosotros percibimos como calor. Tampoco hay colores, sino partículas con diferente espín que excitan en el ojo la sensación de rojo o azul. El problema surge con la transmutación de la hostia, pues si el pan se transforma realmente en carne, sus partículas deberían excitar las cualidades que excita la carne (color rojo, vetas de grasa blanca, olor dulzón). En Trento se había decidido recurrir a la vieja doctrina de las formas: las acciones (olor, sabor, color) permanecen milagrosamente en la hostia, aunque la forma sustancial sea ahora de carne. La poda de formas, sustanciales o accidentales, ecceidades y demás constructos escolásticos por parte de la filosofía mecánica, arruinaba esta «explicación», por lo que los jesuitas denunciaron el corpuscularismo de Galileo y Descartes. En el caso del primero, la Iglesia se decantó por una acusación más sólida, cual era su adhesión al copernicanismo. Por su parte, en las Cuartas respuestas de sus Meditaciones metafísicas, Descartes trató de capear el temporal diciendo que solo se transmuta en carne el interior, manteniéndose la corteza de pan, con lo que la hostia serían más bien un bocadillo. (En realidad, pretende que la corteza es un puro límite que no conlleva materia alguna.) Sin duda, su mejor defensa fue vivir en Holanda y Suecia. En 1662, muerto ya Descartes, su filosofía fue condenada en Lovaina y, al año siguiente, el jesuita francés Gran Inquisidor de Roma, Honoré Fabri, consiguió meter en el Índice de Libros Prohibidos sus Meditaciones metafísicas. A ello siguió en 1671 la prohibición de enseñar sus doctrinas en la Universidad de París, que emitió el arzobispo de la ciudad por indicación real, a lo que se sumaron en la misma década las de las Universidades de Angers y Caen.
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Carlos Solís y Manuel Sellés. Historia de la ciencia (2005).
Significado del término liberalismo
[…] y la tradición liberal, entre cuyos principales representantes figuran Thomas Hobbes (1588-1679) y John Locke (1632-1704). Hobbes marca un interesante punto de inflexión entre el compromiso con el absolutismo y la lucha del liberalismo contra la tiranía. Locke, por el contrario, señala claramente los inicios de la tradición constitucionalista liberal, que se convirtió en la rama dominante de la cambiante estructura de la política europea y americana desde el siglo XVIII.
Es importante dejar claro el significado del término «liberalismo». Aunque se trata de un concepto polémico y su significado ha cambiado históricamente, se utiliza aquí en referencia a la defensa de los valores de libertad de elección, razón y tolerancia frente a la tiranía, el sistema absolutista y la intolerancia religiosa. […] Desafiando el poder del clero y la Iglesia, por un lado, y los poderes de las «monarquías despóticas», por otro, el liberalismo luchó por restringir ambos poderes y por definir una esfera únicamente privada, independiente de la Iglesia y el estado. Las metas centrales de su proyecto eran la liberación de la política respecto al control religioso y la liberación de la sociedad civil (l vida personal, familiar y empresarial) respecto a la interferencia política.
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David Held. Modelos de democracia; Models of Democracy (2ª edición 1996).
¿Qué significa el término democracia?
Si bien el término «democracia» se incorporó al inglés en el siglo XVI, proveniente de la palabra francesa democratie, sus orígenes son griegos. «Democracia» deriva de dēmokratía, cuyas raíces etimológicas son dḗmos (pueblo) y krátos (gobierno). Democracia significa una forma de gobierno en el que, al contrario que en las monarquías y las aristocracias, el pueblo gobierna. Democracia implica una comunidad política en la que existe alguna forma de igualdad política entre personas. «Gobierno del pueblo» puede parecer un concepto ambiguo, pero las apariencias engañan. La historia de la idea de democracia es compleja y está marcada por concepciones contrapuestas. Hay un amplio margen para el desacuerdo.
Los problemas de definición surgen con cada elemento de la frase: ¿«gobierno»? – ¿«gobierno del»? – ¿«el pueblo»? Empecemos con «pueblo»:
- ¿quiénes forman parte del «pueblo»?
- ¿qué tipo de participación se les presupone?
- ¿qué condiciones se supone que conducen a la participación? ¿pueden ser iguales los desincentivos e incentivos, o costes y beneficios, para participar?
El concepto de «gobierno» evoca una plétora de cuestiones:
- ¿cómo debe ser de amplio o reducido el ámbito del gobierno?, o ¿cuál es el ámbito apropiado para la actividad democrática?
- si el «gobierno» incluye «lo político», ¿qué se entiende por «político»? ¿incluye a) el orden público?; b) ¿las relaciones entre estados?; c) ¿la economía?; d) ¿la esfera doméstica o privada?
¿Implica «el gobierno del» la obligación de obedecer?
- ¿deben obedecerse las decisiones «del pueblo»?; ¿cuál es el lugar de la obligación y la disidencia?
- ¿qué mecanismo hay que crear para aquellos que son declarada y activamente «no participantes»?
- ¿en qué circunstancia, si es que en alguna, tienen derecho las democracias a recurrir a la coerción en contra de parte de su propio pueblo o en contra de aquellos fuera de la esfera del gobierno legítimo?
Las áreas potenciales de desacuerdo no se agotan aquí, ya que, desde la antigua Grecia hasta la Europa y América del Norte contemporáneas, ha habido también opiniones expresadas fundamentalmente distintas acerca de las condiciones generales o los prerrequisitos de un «gobierno del pueblo» exitoso. ¿Tiene el pueblo, por ejemplo, que saber leer y escribir antes de ser demócrata?; ¿es necesario un cierto nivel de riqueza social para el mantenimiento de la democracia?; ¿pueden mantenerse las democracias en épocas de emergencia nacional o guerra? Estas y un enorme conjunto de otras cuestiones han garantizado que el significado de democracia se haya mantenido, y probablemente siempre se mantenga, inestable.
La historia del intento de restringir el significado de «el pueblo» a ciertos grupos es larga y significativa. Entre estos grupos destacan los propietarios, los hombres blancos, los hombres educados, los varones, aquellos con determinadas capacidades u ocupaciones, o los adultos. La historia de las distintas concepciones y debates acerca de qué se debe considerar como «gobierno» del pueblo es también interesante. El abanico de posibles incluye, tal como resumió útilmente un comentarista:
- Todos deberían gobernar, en el sentido de que todos deberían participar en la promulgación de las leyes, la toma decisiones respecto a la política general, la aplicación de las leyes y la administración gubernamental.
- Todos deberían participar personalmente en la toma de decisiones cruciales, es decir, en las decisiones acerca de las leyes generales y las cuestiones de política general.
- Los gobernantes deberían ser responsables ante los gobernados; en otras palabras, deberían ser responsables ante los gobernados y poder ser destituidos por los gobernados.
- Los gobernantes deberían ser responsables ante los representantes de los gobernantes.
- Los gobernantes deberían ser elegidos por los gobernados.
- Los gobernantes deberían ser elegidos por los representantes de los gobernados.
- Los gobernantes deberían actuar en interés de los gobernados. (Lively, 1975, p. 30.)
Las posturas que se adoptan derivan en parte de las distintas formas de justificar la democracia. La democracia se ha defendido debido a que realiza uno o más de los siguientes valores o bienes fundamentales: la igualdad, la libertad, el autodesarrollo moral, el interés común, los intereses privados, utilidad social, la satisfacción de las necesidades, decisiones eficaces. En la historia de los enfrentamientos entre posturas está la lucha por determinar si la democracia significa algún tipo de poder popular (una forma de vida en la que los ciudadanos participan en el auto-gobierno y la auto-regulación) o una contribución a la toma de decisiones (un medio de legitimar las decisiones de los elegidos por votación de vez en cuando —los «representantes»— para ejercer el poder). ¿Cuál debería ser el ámbito de la democracia?; ¿a qué dominios de la vida debería aplicarse?; o, por otra parte, ¿debería estar la democracia claramente delimitada, con el fin de conservar otros objetivos importantes?
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David Held. Modelos de democracia; Models of Democracy (2ª edición 1996).
Vivimos en la era de la democracia, o eso parece. El socialismo de estado, que hace tan sólo unos años parecía estar consolidado, se ha venido abajo en Europa central y este. La democracia no solo parece haberse instaurado firmemente como modelo de gobierno en Occidente, sino que también ha sido ampliamente adoptada en otros ámbitos. Se ha producido una consolidación de los procesos y los procedimientos democráticos en las principales regiones del mundo. A mediados de la década de 1970, unos dos tercios de todos los estados podían considerarse autoritarios. Este porcentaje ha disminuido radicalmente; hoy en día, menos de un tercio de todos los estados del mundo son autoritarios, y el número de democracias está creciendo con rapidez. La democracia se ha convertido en el principio fundamental de legitimidad política de nuestra era.
Parece ser, por tanto, que la historia de la democracia desde la Antigüedad hasta nuestros días tiene un final feliz. Cada vez en más países los votantes pueden pedir cuentas a los responsables públicos por las decisiones que toman, y dichos responsables representan los intereses de sus votantes —«el pueblo»— en un determinado territorio. Sin embargo, la historia de la democracia no acaba con estos desarrollos. Aunque la victoria de los movimientos democráticos en Europa central y del este fue muy importante, al igual que lo ha sido la transformación de los regímenes políticos en otros lugares, estos acontecimientos han dejado sin resolver muchas cuestiones importantes de la teoría y la práctica democráticas. Como idea y como realidad política, la democracia es fundamentalmente polémica. La historia de la democracia está marcada por la existencia de interpretaciones enfrentadas, y las viejas y nuevas ideas se entremezclan para crear versiones ambiguas y contradictorias de los conceptos democráticos clave, como el significado de la «participación política», las connotaciones de la «representación», el alcance de la capacidad de los ciudadanos para elegir libremente entre diferentes alternativas políticas y la naturaleza de la militancia en una comunidad democrática.
Se trata de cuestiones significativas y apremiantes, fuente de numerosos debates políticos contemporáneos. Pero estos importantes asuntos no agotan la agenda actual del pensamiento y la práctica democráticos, ya que cualquier compromiso con el significado contemporáneo de la democracia debe examinar otras cuestiones, no sólo acerca del carácter «interno» o «nacional» de la democracia, sino también en relación con sus cualidades y consecuencias «externas». Y ello es así porque uno de los rasgos más notorios de la política en el cambio de milenio es la aparición de problemas que trascienden las fronteras democráticas nacionales. Los procesos de internacionalización económica, el problema del medio ambiente y la protección de los derechos de las minorías son cada vez más asuntos que afectan a la comunidad internacional en su conjunto. La naturaleza y los límites de las democracias nacionales deben ser reconsiderados en relación con los procesos de globalización económica, social y medioambiental; es decir, en relación con los cambios en la organización social humana y el ejercicio del poder social a escala interregional o transcontinental.
Obviamente, la aparición de problemas globales no es un fenómeno nuevo. Aunque su importancia ha crecido de manera considerable, dichos problemas han existido durante décadas, algunos de ellos durante siglos. Pero ahora que ha concluido el viejo enfrentamiento entre el este y el oeste, problemas globales y regionales como la propagación del sida, el peso de la deuda de los «países en desarrollo», el flujo de recursos financieros que escapa a la jurisdicción nacional, el tráfico de drogas y el crimen internacional ocupan un lugar preferente en la agenda política internacional. Y, sin embargo, todavía reina una profunda ambigüedad sobre dónde, cómo y de acuerdo con qué criterios deben tomarse decisiones acerca de estos asuntos.
El estudio de los nuevos problemas globales y regionales por parte de la teoría democrática se encuentra aún en situación germinal. Aunque dicha teoría ha debatido en profundidad los desafíos con que se enfrenta la democracia dentro de los límites de la nación-estado, no se ha cuestionado seriamente si la propia nación-estado puede seguir siendo el centro del pensamiento democrático. En general, no se han analizado los problemas planteados por la rápida proliferación de complejas interrelaciones entre estados y sociedades, y por la evidente interconexión de fuerzas y procesos nacionales e internacionales.
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David Held. Modelos de democracia; Models of Democracy (2ª edición 1996).
La magia
Dejando de lado las prácticas populares, la mágica fue en la Edad Media y el Renacimiento una perspectiva culta en absoluto marginal. Con todo, las fuentes no son claras, pues hasta el Renacimiento no hay tratados explícitos sobre el tema, como el de Cornelio Agrippa (cuadro 6.3), sino que el material se halla disperso por los tratados de filosofía natural y los libros de monstruos, maravillas y secretos, como el Libro de las maravillas del mundo y el Libro de los secretos, atribuidos a Alberto Magno, así como por otros tratados de problemas diversos. Al parecer, los «hechos» relatados eran ampliamente creídos, como el de que un cadáver sangra en presencia de su asesino, cuyas posibles causas fueron discutidas incluso por Descartes y Mersenne en el siglo XVII.
Cuadro 6.3
La magia
[Cornelio Agrippa, Filosofía oculta (1533), I, i, ii, x]
«El Universo es triple, elemental, celeste e intelectual, con el inferior gobernado por el superior que le transmite el influjo de sus virtudes, a la manera en que el Creador nos transmite su omnipotencia a través de los ángeles, las estrellas, los elementos, los animales, las plantas, los metales y las piedras, pues todo fue creado para nosotros.
Siguiendo este principio, los magos sostienen que el hombre puede ascender por cada uno de esos Universos hasta llegar al Universo primero, al Creador o Causa Primera, de la cual deriva la existencia de todas las cosas. Sostienen también que podemos disfrutar no solo de las virtudes que existen desde siempre, sino de otras creadas de nuevo. […]
La magia culta es la posesión de numerosos poderes y está llena de profundos misterios. Abarca desde la contemplación de lo oculto (potencias, cualidades, sustancias, virtudes, etc.) hasta el conocimiento de toda la naturaleza. El objetivo de su enseñanza es en qué se distinguen y en qué se asemejan esos significados ocultos, merced a lo cual podemos obrar maravillas. La magia culta se basa fundamentalmente en la combinación armónica de las cosas inferiores con las cualidades y virtudes de las superiores. […]
Las cosas tienen otras propiedades que no pertenecen a los elementos, tales como eliminar el veneno, expulsar el carbunco, atraer el hierro, etc. Este tipo de propiedades deriva del aspecto y de la forma del propio objeto. Entenderemos así cómo se puede obtener un afecto grande incluso empleando una cantidad mínima, dado que no interviene ninguna de las cualidades de los elementos. Las propiedades que se basan en la forma consiguen un efecto considerable con un mínimo de materia, mientras que las propiedades elementales, al ser materiales, necesitan mucha materia para producir un efecto grande. Por eso se llaman propiedades ocultas, porque sus causas están ocultas en la inteligencia humana.»
La idea central de la magia es que existen interacciones inmateriales a distancia provocadas por simpatías y antipatías basadas en analogías de carácter formal, incluso meramente lingüísticas o numéricas. Pero la magia es sobre todo un arte entregado a producir magnos efectos con causas insignificantes (el sueño de todos), razón por la cual la tecnología mecánica se consideraba un tipo de magia natural, pues mueve pesos ingentes con poco esfuerzo. Con todo, obviamente, la parte más atractiva era la que empleaba las causas cósmicas ocultas. Aparte de los ángeles y los demonios (a los que recurría la magia negra), había armonías y correspondencias arcanas entre las cosas, difíciles de conocer y dominar al exigir ciertas cualidades intelectuales y morales por parte del mago. Esas correspondencias se basaban en analogías simbólicas o numéricas entre las diversas partes del cosmos (como los siete astros y los siete metales). Por ejemplo, la doctrina de las signaturas, procedente de Plinio, sostiene que las cualidades ocultas de las gemas y las plantas se hallan simbólicamente inscritas en sus propiedades manifiestas. Así, las cualidades afrodisíacas de la mandrágora están simbólicamente expresadas en la forma de cuerpo desnudo de su raíz. Es una doctrina paralela a la del lenguaje adámico, el lenguaje prístino anterior a Babel, en el que la relación entre palabra y objeto no era convencional, sino natural (como en el Cratilo, 389b y sigs.). La idea precede de Filón el Judío (siglo I), quien, en el De mundi fabricatione, señalaba que en tiempos de Moisés «los nombres dados a las cosas eran imágenes manifiestas suyas, de modo que el nombre y la cosa son inevitablemente lo mismo». La aplicación de este esquema lingüístico a las antipatías y simpatías formales entrañaba que tales analogías poseían alcance causal, pues el símbolo y la cosa son uno y lo mismo. De ahí que bastase manipular el símbolo, la palabra o los números para afectar a las cosas, con tal de que se supiese recitar la fórmula adecuada y practicar el ritual oportuno en el momento preciso. Pero las fórmulas mágicas, los encantamientos y ensalmos, aunque verbales, no operaban al modo de la oración, convenciendo o despertando la misericordia de dioses personales, sino que actuaban por necesidad. Incluso cuando se recurre al demonio, no se le implora, sino que se le conjura y obliga por el propio poder de las conexiones mágicas.
Como en el caso de la alquimia, la magia recibió cierta verosimilitud gracias a las teorías de las formas específicas independientes de la materia a la que se imponen. El caso más famoso de magia blanca era el de la transmutación de la hostia en carne, manteniéndose sin sujeto la forma del pan, y todo ello mediante la pronunciación del sortilegio «hoc est enim corpus meum», ni una letra más ni una menos. Por eso, y por el uso de reliquias milagrosas (talismanes), Newton reprocharía a los católicos incurrir en la magia. No obstante, la magia borraba un tanto la distinción entre lo natural y lo sobrenatural, por lo que todo el mundo creía en las acciones inmateriales a distancia como la gracia santificante o el amor hacia el primer motor que mueve las esferas de Aristóteles, y muchos otros creían también en las simpatías hipocráticas de las partes del cuerpo y en las astrales que los estoicos habían generalizado a todo el cosmos. La doctrina era vaga, pero plausible, dada su antigüedad y su continuidad con la visión religiosa de la naturaleza.
La magia era un arte práctico orientado a producir efectos físicos considerables manipulando símbolos, lo que entraña un bajo coste energético. Los instrumentos usados por el mago eran fórmulas, talismanes, elixires y cocciones en los que se concentraban con técnicas especiales los influjos astrales y las virtudes ocultas de todo tipo. Mediante el uso correcto se lograban efectos notables sobre otros cuerpos, por lo que los procedimientos se mantenían en secreto. Y dada la cantidad de desgracias y catástrofes que ocurren en este mundo sin que se sepa por qué, no es de extrañar que se recurriese a la magia como un tipo posible de explicación. Por eso las voces críticas, como la de Tomás de Aquino, no iban tanto contra la realidad de la magia cuanto contra su legalidad. Juan XXII sancionó esta opinión declarando en 1326 que la magia era herética y excomulgando a magos y brujas por tratar con los espíritus, lo que, viniendo de quien viene, parece más bien una normativa monopolista. La Inquisición papal, fundada en 1231 para hacer frente a la oleada de herejías que acompañaron al desarrollo intelectual de Europa, no desdeñaba airear las veleidades astrológicas, mágicas y alquímicas de sus pacientes. Cosa que también hicieron las Inquisiciones española (1478) y romana (1542), creadas para combatir a judíos, mahometanos y protestantes. Por consiguiente, magia, alquimia y astrología se convirtieron en saberes marginales pero fascinantes, ya que eran tan potentes que debían ser perseguidos por su peligrosidad. La marginación de sus practicantes no hizo más que aumentar el secretismo y proteger a sus pretensiones de la crítica.
A pesar de todo, con el tiempo el interés fue centrándose en la magia natural, realmente efectiva, pues recurría a las matemáticas y a las máquinas, como puede verse en la Magia natural de Giambattista della Porta (1558 y aumentada en 1589) o en la Magia matemática del obispo John Wilkins (1648), donde el único espíritu que se divisa es el de Arquímedes.
Sin embargo, el talante de estas artes marginales no desapareció. Su carácter eminentemente práctico y manipulativo fomentó el trabajo experimental en laboratorios. De ese modo, se puso a punto la idea de que la experiencia pasiva aristotélica no cala muy hondo en la naturaleza, por lo que es preciso arrancarle información interrogándola mediante experimentos específicamente diseñados para obtener una respuesta. Aunque esta actitud experimental diese frutos en áreas poco místicas, se ha señalado la importancia de la figura del mago y del alquimista como modelos de este tipo de investigación. Tampoco desapareció el ethos de las ciencias ocultas ni siquiera entre matemáticos y cosmólogos modernos como Johannes Kepler (cuya madre fue procesada por brujería) o Isaac Newton. Al margen de otros motivos, las interacciones a distancia de carácter simbólico hacían más cómodo el trabajo del matemático, quien solo tenía que recoger en una fórmula el modo de operar de las fuerzas observables, sin preocuparse por ingeniar mecanismos materiales subyacentes.
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Carlos Solís y Manuel Sellés. Historia de la ciencia (2005).