Nuevos cultos religiosos
En los años sesenta, los teólogos se preguntaban sin esperanza si Dios había muerto. En los setenta, había multitud de personas en los Estados Unidos que informaban haber constatado con sus propios ojos que Dios está vivo o que ellos mismos eran dioses vivientes. El despertar religioso de Norteamérica es algo más que la reafirmación de una creencia en una divinidad personal y activa. Las formas de este resurgimiento van desde los grupos de encuentro de fin de semana hasta los profetas mesiánicos capaces de asesinar. No hay un término único, como, por ejemplo, «espiritual» o «religioso», que pueda caracterizar como es debido todo el espectro de este renacimiento. Como sugiere, con toda razón, Theodore Roszak, uno de los exponentes de la «nueva conciencia religiosa», tendríamos que inventar alguna palabra inutilizable como «psico-místico-paracientífico-espiritual-terapéutico» para hacer justicia a la amplísima variedad de nuevas sectas, movimientos, terapias, cultos e iglesias que comenzaron a brotar hacia finales de los sesenta. Haría falta una pequeña guía telefónica para enumerar todos los Swamis, Gurus, Sris, Bubas, Babas, Bawas, Yogis, Yogas, Maharishis y Maharajis que empezaron a tener discípulos en Norteamérica, por no mencionar a todos los Jesus Freaks, grupos de encuentro, culto de ovnis y demás.
Una vez más se plantea la interesante cuestión de la fecha de su aparición. Los cultos y movimientos surgieron por docenas aproximadamente en el mismo período en que se producían muchos de los otros cambios que se estudian en este libro.
Por ejemplo, los Niños de Dios, uno de los primeros movimientos de Jesus Freaks, apareció en Californio en 1968. «Hare Krishna» empezó en Nueva York en 1964. La meditación trascendental comenzó a extenderse a finales de los sesenta. La Cientología, que se había iniciado en los años cincuenta como una forma de terapia laica llamada dianética, declinó durante una buena temporada para después experimentar un rápido crecimiento, bajo forma de religión, a finales de los sesenta. Los seguidores de la Primera Iglesia de Unificación del reverendo Sun Myung Moon llegaron a Norteamérica en 1959; pero hasta 1971 los moonies no empezaron a propagarse. La Misión de la Luz Divina de Maharaj Ji se estableció en Norteamérica en 1971. «Sanos, Felices, Santos», un vástago del sijismo indio, apareció en 1968.
«Todos estos grupos salieron a la luz y empezaron a crecer con rapidez, durante los cuatro o cinco años a caballo entre los sesenta y los setenta.»
Dado que todos los demás aspectos del estilo de vida norteamericanos habían entrado en una etapa de movimiento y cambio, no es sorprendente que las creencias y prácticas religiosas también empezaran a modificarse durante este período. La experiencia de otras culturas y épocas históricas demuestran que las presiones que provoca un rápido cambio cultural normalmente se expresan en forma de anhelos, búsquedas y experimentos espirituales que llevan a una expansión e intensificación de la actividad religiosa, entendida en sentido amplio.
Todas las grandes religiones del mundo han nacido en épocas de rápidas transformaciones culturales. El budismo y el hinduismo surgieron en el Valle del Ganges, en el norte de la India, durante una época de deforestación, crecimiento demográfico y formación de estados. El judaísmo lo hizo durante las prolongadas migraciones de los antiguos israelitas. El advenimiento del cristianismo coincidió con los intentos de sacudirse el yugo del imperialismo romano. El islam apareció en Arabia y el norte de África mientras el modo de vida tradicional de pastoreo nómada daba paso al comercio y los imperios. Los protestantes se separaron del catolicismo cuando el capitalismo sustituyó al feudalismo. Los cultos mesiánicos y milenaristas se fueron extendiendo por las Grandes Llanuras a medida que los indios norteamericanos perdían sus tierras y territorios de caza. Y en los inicios de la colonización europea de Nueva Guinea y Melanesia, se propagaron de isla en isla cientos de «cultos cargo», cuyo fin era adquirir riquezas terrenales con la ayuda de antepasados que habrían de retornar del mundo de los muertos.
Los períodos de rápidos cambios sociales y económicos ya han provocado un brote de fermento religioso y espiritual por lo menos dos veces en la historia de los Estados Unidos. Los historiadores llaman a estos períodos «Grandes Despertares». El primer «Gran Despertar» se produjo en los años anteriores a la Revolución Norteamericana, mientras que el segundo tuvo lugar en los años previos a la Guerra Civil. Al actual renacimiento religioso se le llama ya el «Tercer Gran Despertar».
Está muy difundida la idea, que yo considero errónea, de que la nueva conciencia religiosa es ante todo una reacción frente al materialismo occidental. Tal como lo ve el sociólogo de Berkeley Robert Bellah, por ejemplo, el aspecto más representativo del Tercer Gran Despertar es la adopción de la «espiritualidad asiática» como un antídoto contra el «individualismo utilitarista» de Occidente. En su argumentación, Bellah sostiene que a diferencia de las religiones occidentales tradicionales, las asiáticas valoran más la experiencia interior que los logros externos, la armonía con la naturaleza más que su explotación y que prefieren las intensas relaciones personales con un guru a las relaciones impersonales con ministros y sacerdotes. Según Bellah, ciertos aspectos del zen, el taoísmo, el budismo, el hinduismo, el sufismo y otras religiones empezaron a influir decisivamente en la «contracultura» de finales de los sesenta según se iban dando cuenta los norteamericanos de que la lucha individual por obtener ganancias materiales era vana y sin sentido. Sirviéndose de las drogas y de la meditación, la generación de la contracultura comprendió «cuán ilusorio es el esfuerzo terrenal».
Ya no merecía la pena hacer carrera y aspirar a una buena posición social, sacrificar la realización en el presente en aras de algún objetivo futuro que siempre parecía cada vez más lejano.
Supuestamente, la religiosidad asiática suministró argumentos críticos contra «la continua expansión de la riqueza y del poder» y fue lo que permitió preguntarse «si la calidad de vida era una simple función de la riqueza y del poder, o si, por el contrario, la acumulación sin fin de riqueza y poder no estaba destruyendo la calidad y el sentido de la vida». Aun reconociendo que los Estados Unidos tenían muchos problemas materiales sin resolver, tales como el racismo y la pobreza, Bellah insiste, no obstante, en que la crisis se debió tanto a estos fracasos como «al éxito material de la sociedad» y a la «toma de conciencia de que la educación y la opulencia no significaban la felicidad y la autorrealización». Si se sigue esta línea de razonamiento hasta su conclusión lógica, nos vemos obligados a admitir que la causa básica del Tercer Gran Despertar es una crisis de espíritu y valores, y no de necesidades materiales prácticas. Según afirma Bellah.
La causa más profunda, al margen de los factores concretos que hayan podido influir de algún modo en que se produjese de hecho durante este período, fue, en mi opinión, el fracaso del individualismo utilitarista a la hora de ofrecer una pauta de existencia personal y social coherente y armónica… Por todo ello, yo interpretaría la crisis de los años sesenta sobre todo como una crisis de valores, como una crisis religiosa.
Esta teoría, si la he expuesto con imparcialidad, es contraria al núcleo fundamental de mi propia interpretación de la actual crisis cultural. Por supuesto, todo el mundo está de acuerdo en que la gente está buscando nuevos valores trascendentes que sustituyan a los que se perdieron o dañaron durante los sesenta. Pero ¿se puede atribuir, en todo o en parte, la inquietud espiritual o religiosa de Norteamérica al éxito material? Sólo si se piensa que Norteamérica era, efectivamente, una sociedad opulenta en los años sesenta. Pero, como se ha mostrado en los anteriores capítulos, había mucho de ilusorio en el alza del nivel de vida que se operó tras la Segunda Guerra Mundial. Ciertamente, la cantidad de bienes y servicios aumentó; pero su calidad descendió. No fue una búsqueda espiritual lo que empujó o arrastró a las mujeres casadas a la fuerza de trabajo, sino las facturas sin pagar. La familia centrada en el varón proveedor y el imperativo material y procreador no fueron destruidos por la opulencia, sino por la incapacidad de reconciliar los costos de la crianza de los hijos con el mantenimiento de los niveles de consumo de la clase media. ¿Fue acaso la búsqueda del sentido último de la vida lo que provocó la mengua del dólar, dejó a millones de personas sin trabajo y a expensas de la caridad estatal y convirtió las ciudades de Norteamérica en zonas de combate asoladas por la delincuencia?
Me parece bastante más plausible considerar que el impulso más profundo y característico del Tercer Gran Despertar no es la búsqueda de este sentido último, sino la búsqueda de soluciones a los problemas económicos y sociales que quedan por resolver en Norteamérica. La búsqueda humana de un sentido último constituye una fuerza impresionante a lo largo de la historia, pero rara vez se da, si es que alguna vez lo hace, aparte de, por encima de, más allá de o en oposición a la búsqueda de soluciones a los problemas prácticos.
Me parece que se ha exagerado el papel de la espiritualidad «asiática» en la formación y propagación de los nuevos grupos y rituales religiosos en los Estados Unidos. El número de personas que intervinieron en cultos, sectas y movimientos nuevos cuyo principal objeto es la contemplación, la renuncia a los asuntos terrenales y otros motivos supuestamente «asiáticos», es de hecho bastante pequeño en comparación con el de las que se encuentran integradas en cultos, sectas y movimientos que tienen un programa definido para dominar los problemas terrenales y acrecentar el bienestar material del individuo.
Esto resulta bastante evidente si se considera la cantidad de norteamericanos que desean predecir el futuro con horóscopos, curar enfermedades mediante trances chamánicos o poner fuera de combate a sus jefes o profesores clavando alfileres en muñecos. Todas estas técnicas están más encaminadas a dominar el mundo que a renunciar a él. Como todos los buenos chamanes, Don Juan, héroe mítico del himno a la brujería en varios volúmenes de Carlos Castaneda, usa su conocimiento de la realidad «no ordinaria» con el fin primordial de obtener poder sobre sus enemigos.
El que los norteamericanos recurran ahora a fórmulas mágicas y estados de conciencia chamánicos para predecir el curso de los acontecimientos y poder influir en él es una reacción comprensible a las consecuencias decepcionantes que han tenido milagros científicos como los motores de alta comprensión, la energía nuclear y los sistemas de facturación por computadora. Cuando se está lo bastante sediento, se intenta sacar agua hasta de una piedra. Tal vez esto sea una forma demasiado dura de presentar las cosas. Si la tecnología científica es costosa y tiene fama de ser contraproducente, mientras que la tecnología mágica es barata, ¿por qué no intentarlo con la magia, aun cuando la esperanza de éxito no sea muy grande?
* * *
Marvin Harris. La cultura norteamericana contemporánea. Una visión antropológica; America Now: The Anthropology of a Changing Culture (1981).
No salgan de sus cuartos
No salgan de sus cuartos, no cometan errores,
¿para qué los Marlboro, si fumas Delicados?
Tras la puerta, la dicha, sus gritos: lo insensato.
Salgan para ir al baño y vuelvan de inmediato.
No salgan de sus cuartos, no enciendan los motores.
Porque afuera el espacio se hace de corredores
y en contador acaba. Si toca una juerguista,
sobreponte al asombro antes que te desvista.
No salgan de sus cuartos. Eviten un resfrío.
Silla y cuatro paredes: ¿qué mayor desafío?
¿Para qué ir a un lugar y regresar cansado,
idéntico, de noche, pero más mutilado?
No salgan de sus cuartos. Y bailen bossa nova
con zapatos sin medias en mitad de la alcoba
(sobre el cuerpo desnudo, un abrigo estrujado).
Has escrito mil cartas: una más, demasiado.
No salgan de sus cuartos. Permite que el vacío
suponga tu apariencia. De incógnito, confío;
ergo sum, como forma dentro de la sustancia.
Afuera sólo hay té, afuera no está Francia.
No sean tontos, no salgan, no imiten a los otros.
No salgan de sus cuartos. Clausuren los armarios.
Sean pared y sean muebles. Atranquen bien las casas:
afuera Cronos, cosmos, eros, virus y razas.
Joseph Brodsky.
* * *
Не выходи из комнаты
Не выходи из комнаты, не совершай ошибку.
Зачем тебе Солнце, если ты куришь Шипку?
За дверью бессмысленно все, особенно — возглас счастья.
Только в уборную — и сразу же возвращайся.
О, не выходи из комнаты, не вызывай мотора.
Потому что пространство сделано из коридора
и кончается счетчиком. А если войдет живая
милка, пасть разевая, выгони не раздевая.
Не выходи из комнаты; считай, что тебя продуло.
Что интересней на свете стены и стула?
Зачем выходить оттуда, куда вернешься вечером
таким же, каким ты был, тем более — изувеченным?
О, не выходи из комнаты. Танцуй, поймав, боссанову
в пальто на голое тело, в туфлях на босу ногу.
В прихожей пахнет капустой и мазью лыжной.
Ты написал много букв; еще одна будет лишней.
Не выходи из комнаты. О, пускай только комната
догадывается, как ты выглядишь. И вообще инкогнито
эрго сум, как заметила форме в сердцах субстанция.
Не выходи из комнаты! На улице, чай, не Франция.
Не будь дураком! Будь тем, чем другие не были.
Не выходи из комнаты! То есть дай волю мебели,
слейся лицом с обоями. Запрись и забаррикадируйся
шкафом от хроноса, космоса, эроса, расы, вируса.
Joseph Brodsky.
La escritura y Grecia
La escritura modificó sustancialmente las técnicas cognoscitivas y el procesamiento de la información. El modo de comunicación oral-auditivo resulta muy inestable, pues se da en el tiempo, se desvanece tan pronto como se produce y depende esencialmente del contexto y del momento. Por el contrario, el modo escrito se da en el espacio y se materializa en barro o fibras. Se torna duradero y se distancia del contexto de su producción, lo que favorece el análisis, la separación, yuxtaposición y comparación de unos textos con otros. Asimismo, permitió la acumulación y eventualmente la reorganización y mejora planificada, frente al cambio impalpable e indetectado por los agentes de las culturas orales. El escepticismo y la crítica, siempre presente en todas partes de manera individual, puede llegar así a registrarse en circunstancias sociales favorables y, al contraponerse al saber tradicional, pueden poner de relieve las inconsistencias y alentar su resolución. Si a ello unimos la facilidad de abstracción simbólica y contextual propiciada por la escritura, se abre la vía al análisis y la evaluación lógica y epistémica.
Es en este punto donde las variaciones culturales, técnicas y políticas empiezan a determinar diferencias en el conocimiento. Se trata sobre todo del tipo de escritura y de organización política en la que se insertan las personas letradas. Los sistemas de escritura jeroglífica y logográfica de Mesopotamia, Egipto y China utilizaban signos para palabras completas (en ocasiones, con complementos fonéticos), con lo que aprender la escritura del idioma natural entrañaba memorizar miles de signos escritos (unos dos mil en sumerio), además de su «recitación», pues no existía un vínculo entre signo y pronunciación como en los sistemas alfabéticos, que, al representar fonemas en lugar de palabras enteras, permiten leer y escribir cualquier término nuevo jamás visto u oído (cuadro 1.4). De ahí que el aprendizaje básico de la lectura y la escritura llevase más de media docena de años y se continuase luego con la especialización, pues aprender implicaba memorizar listas de palabras con los conceptos y clasificaciones asociados, de modo que la educación del escriba no exigía menos de doce años. La complejidad de esta escritura la reservaba a un grupo selecto apartado de la producción para la supervivencia, con lo que los escribas constituían la clase alta de servidores del Estado con unos fuertes intereses invertidos en el mantenimiento del sistema.
Cuadro 1.4
Un día en la escuela
(S. N. Krammer, La historia empezó en Sumer, 1965)
«He recitado mi tablilla, he desayunado, he preparado mi nueva tablilla, la he llenado de escritura, la he terminado; después me han indicado mi recitación y, por la tarde, me han indicado mi ejercicio de escritura.»
La difusión de la idea de la escritura hubo de adaptarse a las características de las diferentes lenguas. El griego era una lengua flexional que no se codificaba bien en un sistema logográfico, por lo que se diseñó un sistema fonético de vocales y consonantes a partir de los signos silábicos fenicios. Al llevar el análisis del habla de los morfemas a los fonemas, un par de docenas de signos basta para codificar el lenguaje natural. Consiguientemente, los niños griegos tardaban en aprender a leer y escribir lo mismo que los nuestros. Esta peculiaridad del sistema griego de escritura tuvo consecuencias importantes sobre la extensión potencial de la alfabetización y la cultura escrita que no estaban ligadas de modo indisoluble a una casta administrativa y sacerdotal. Cualquier ciudadano del margen de la sociedad podía acceder al saber acumulado y poner por escrito sus dudas escépticas y sus ideas innovadoras.
Mas estas potencialidades del alfabeto no hubieran ejercido su efecto pluralista si no se hubiesen combinado con condiciones sociales y políticas muy peculiares de las poleis. Frente a los vastos imperios fluviales, las pequeñas ciudades griegas poseían una mayor distribución del poder político. En la época en que apareció la escritura (siglo VIII a. C.), las monarquías de un basileus, que era a la vez sacerdote, juez y general, estaban siendo sustituidas por gobiernos aristocráticos basados en la hegemonía de una clase restringida, pero de iguales. Este fenómenos se acentuó con las tiranías (siglos VII-VI a. C.) contrarias al monopolio de la aristocracia, propiciadas por el auge de las clases activas de manufactureros y comerciantes como consecuencia de la colonización. Desde las reformas democráticas de Solón (siglos VI a. C.), los hombres libres aumentaron su autonomía merced al derecho al desagravio, a la apelación a un jurado y a decidir sobre la constitución. De este modo, se indujo una concepción de la libertad individual y de la autonomía según la cual los ciudadanos no conocían más autoridad que la que ellos mismos negociaban y eran conscientes de que ello los diferenciaba de los bárbaros (cuadro 1.5). Cuando en los Los persas, de Esquilo, la reina viuda de Darío pregunta quién manda en los griegos, el Corifeo responde: «No se llaman esclavos ni súbditos de ningún hombre».
Cuadro 1.5
Discurso de Ciro a los griegos
(Jenofonte, Anábasis, I, 7)
«Griegos, si os he traído a vosotros para que me ayudéis no es porque me falten bárbaros, sino porque pensaba que erais mejores y más valientes que un crecido número de bárbaros; por eso os tomé. Mostraos, pues, dignos de la libertad que poseéis y por la cual os envidio. Estad seguros de que yo cambiaría por la libertad todos los bienes que poseo y muchos otros más.»
En el ágora se ejercitaba, pues, una actividad agónica, polémica, sin una autoridad ajena a los litigantes. Eso indujo al desarrollo de técnicas de debate, refutación y persuasión enseñadas desde el siglo V por un cuerpo de profesionales liberales, los sofistas, que vendían sus servicios no al Estado, sino a clientes individuales. Estas técnicas políticas y jurídicas se extendieron a todos los campos y fueron la base y el modelo de los análisis metodológicos y lógicos, pues términos como «prueba», «testimonio», «evidencia» o «refutación» provienen del vocabulario político y jurídico. Se produjo así en el campo del saber la proliferación de doctrinas de los presocráticos, incluyendo el escepticismo y el ateísmo, cuya elaboración estaba presidida por una rivalidad y deseo de innovación desconocidos en los escritos de sus vecinos bárbaros. Frente a la utilización milenaria de los mismos textos, tan frecuente en Egipto y Mesopotamia, las doctrinas presocráticas duran lo que sus inventores. En este sentido, aunque la ciencia griega del período sea inferior en sus contenidos a la de sus vecinos, su filosofía de la ciencia, al adoptar el estilo agónico, provocó aquella insistencia en los procedimientos de crítica y argumentación, de refutación y prueba, que condujo a la lógica, a las demostraciones matemáticas y a la reflexión de segundo grado sobre el método y las relaciones entre los diversos saberes.
Así pues los griegos se beneficiaron de vivir en una región ecológicamente favorable ya muy desarrollada, pudieron adaptar el viejo invento de la escritura a su lengua con efectos sociales inesperados y es plausible que aprendieran de sus vecinos gran parte de sus técnicas y conocimientos iniciales en matemáticas, astronomía, medicina y otras muchas cosas. Finalmente, sus instituciones políticas los indujeron a unas actitudes de controversia y libertad frente a toda autoridad que, aplicadas al saber, crearon el espíritu de indagación, innovación y prueba.
* * *
Carlos Solís y Manuel Sellés. Historia de la ciencia (2005).
D.ª Juana.— ¿Viste ya al rey?
Velázquez.— Deja eso ahora. ¡Dónde está ese hombre?
D.ª Juana.— En la cocina.
Velázquez.— ¿Puede andar?
D.ª Juana.— Ahora está de pie. ¿Quién es, Diego?
Velázquez.— Tráelo acá.
D.ª Juana.— (Va a la puerta y se vuelve.) Huele mal, está sucio. Parece loco… ¡Que se vaya cuanto antes, Diego! Los niños…
Velázquez.— Tráelo. (D.ª Juana sale. Velázquez se oprime las manos con tensa expectación. D.ª Juana vuelve con Pedro y se retira al fondo. Pedro mira con dificultad al hombre que tiene delante. Velázquez le mira fijamente.) Dios os guarde, amigo mío.
Pedro.— ¿Sois vos don Diego? No veo bien.
Velázquez.— El mismo.
Pedro.— ¿Me recordáis?
Velázquez.— Es claro. ¿No te acuerdas, Juana? Me sirvió de modelo para un Esopo.
D.ª Juana.— ¿Es… aquél?
Pedro.— Más de quince años hará que lo pintasteis.
Velázquez.— ¿Qué edad contáis ahora?
Pedro.— Ya no me acuerdo.
D.ª Juana.— (Musita.) ¡Jesús!…
Velázquez.— Sentaos.
(Lo conduce.)
D.ª Juana.— (Deniega con la cabeza.) Diego…
Velázquez.— Déjanos, Juana.
(Sienta a Pedro en el sillón.)
Pedro.— Gracias, don Diego.
(D.ª Juana va a hablar; Velázquez la mira y ella sale por la izquierda, desconcertada.)
Velázquez.— (Cierra la puerta y se vuelve.) Al fin recuerdo cómo os llamáis: Pedro.
Pedro.— (Después de un momento.) Os falla la memoria… Mi nombre es Pablo.
Velázquez.— (Su fisionomía se apaga súbitamente.) ¿Pablo?
Pedro.— Pablo, sí.
Velázquez.— (No duda que ha mentido, desconfía.) Quizá os recuerdo a vos tan mal como a vuestro nombre…
Pedro.— ¿Recordáis nuestras pláticas?…
Velázquez.— (Frío.) A menudo. Mas no sé ya si los recuerdos son verdaderos. Decidme qué deseáis.
Pedro.— Ni lo sé… Durante estos años pensé con frecuencia en vos. Quizá no debí venir.
Velázquez.— ¿Qué ha sido de vos?
Pedro.— Vida andariega. ¿Y de vos?
Velázquez.— Me ascendieron a aposentador del rey. Y he pintado.
Pedro.— (Suspira.) Habéis pintado… (Un corto silencio.) Debo irme ya.
(Se levanta. Los dos intentan disimular su turbación.)
Velázquez.— ¿Me admitiréis un socorro?
Pedro.— Vuestra esposa me dio ya vianda. Gracias. (Una pausa. Velázquez se oprime las manos.) Una curiosidad me queda antes de partir… Me la satisfacéis si os place y os dejo.
Velázquez.— Decid.
Pedro.— ¿Recordáis que me hablabais de vuestra pintura?
Velázquez.— (Sorprendido.) Sí.
Pedro.— Un día dijisteis: las cosas cambian… Quizá su verdad esté en su apariencia, que también cambia.
Velázquez.— (Cuyo asombro crece.) ¿Os acordáis de eso?
Pedro.— Creo que dijisteis: si acertáramos a mirarlas de otro modo que los antiguos, podríamos pintar hasta la sensación del hueco…
Velázquez.— ¿Será posible que lo hayáis retenido?
Pedro.— Dijisteis también que los colores se armonizan con arreglo a leyes que aún no comprendíais bien. ¿Sabéis ya algo de esas leyes?
Velázquez.— Creo que sí, mas… ¡me confunde vuestra memoria! ¿Cómo os importa tanto la pintura sin ser pintor?
(Un silencio.)
Pedro.— (Con una triste sonrisa.) Es que yo, don Diego…, quise pintar.
Velázquez.— (En el colmo del asombro.) ¿Qué?
Pedro.— No os lo dije entonces porque quería olvidarme de la pintura. No me ha sido posible. Ahora, ya veis… vuelvo a ella… cuando sé que ya nunca pintaré.
Velázquez.— ¡Qué poco sé de vos! ¿Por qué no habéis pintado?
Pedro.— Ya os lo diré.
Velázquez.— Sentaos. (Lo empuja suavemente y se sienta a su lado.) Sabed que me dispongo justamente a pintar un cuadro donde se resume cuanto sé. Nada de lo que pinté podrá parecérsele. Ahora sé que los colores dialogan entre sí: ese es el comienzo del secreto.
Pedro.— ¿Dialogan?
Velázquez.— En Palacio tengo ya un bosquejo de ese cuadro. ¿Querríais verlo?
Pedro.— Apenas veo, don Diego.
Velázquez.— Perdonad.
Pedro.— Pero querría verlo, si me lo permitís, antes de dejaros.
Velázquez.— (Le toca un brazo.) Pedro…
Pedro.— ¿Cómo?
Velázquez.— Entonces me ocultabais muchas cosas; pero no me mentíais. Vuestro nombre es Pedro.
Pedro.— (Contento.) ¡Veo que sois el mismo! Disculpadme. La vida nos obliga a cosas muy extrañas. Yo os lo aclararé.
Velázquez.— Durante estos años creí pintar para mí solo. Ahora sé que pintaba para vos.
Pedro.— Soy viejo, don Diego. Me queda poca vida y me pregunto qué certeza me ha dado el mundo… Ya solo sé que soy un poco de carne enferma llena de miedo y en espera de la muerte. Un hombre fatigado en busca de un poco de cordura que le haga descansar de la locura ajena antes de morir.
Velázquez.— Viviréis aquí.
Pedro.— (Después de un momento.) No lo decidáis todavía.
Velázquez.— ¿Por qué?
Pedro.— Hemos de hablar.
Velázquez.— ¡Hablaremos, mas ya está decidido! Ahora os dejo, porque el rey ha de ver mi borrón. (Ríe) Quizá le hice esperar y eso sería gravísimo… De él depende que pueda o no pintar el cuadro. Pero me importa más lo que vos me digáis de él. ¿Queréis verlo esta tarde? Si no estáis muy cansado…
Pedro.— Puedo caminar.
Velázquez.— Pues mi criado Pareja os conducirá dentro de media hora.
Pedro.— ¿Aquel esclavo vuestro?
Velázquez.— El rey le ha dado la libertad porque también pinta. Mas a vos no quiero mentiros: lo logramos Pareja y yo mediante una treta.
Pedro.— ¿Y eso?
Velázquez.— ¿Habéis olvidado vuestras propias palabras?
Pedro.— ¿Cuáles?
Velázquez.— Ningún hombre debe ser esclavo de otro hombre.
Pedro.— Me remozáis, don Diego.
Velázquez.— Tampoco habéis vos olvidado mi pintura… Pedro.
Pedro.— ¡Chist! Seguid llamándome Pablo ante los demás.
Velázquez.— Como queráis. (Se acerca a la izquierda y abre la puerta.) ¡Juana!… ¡Juana! (Entra D.ª Juana. Pedro va a levantarse trabajosamente.) No os levantéis: estáis enfermo. (D.ª Juana frunce las cejas ante esa inesperada deferencia.) Vuelvo a Palacio. Este hombre quedará aquí ahora. Dile a Pareja que lo lleve al obrador dentro de media hora.
D.ª Juana.— ¿Le socorro cuando se vaya?
Velázquez.— No es menester, Juana. Queda con Dios. Os aguardo en Palacio… Pablo.
* * *
Antonio Buero Vallejo. Las Meninas (1960).
Pareja.— (Se acerca.) La paleta está dispuesta, maestro.
Velázquez.— Hay días en que me admiro de lo necio que puedo llegar a ser.
(Separa sus manos y va al caballete, pensativo.)
Pareja.— ¿Cierro?
Velázquez.— Pero no eches la llave. (Pareja va al fondo y cierra la puerta.) El cuadro grande no puede ser tan duro. Quizá al rey no le plazca este borrón… Da grima verlo. ¡Oh! (Con un suspiro de disgusto se sienta, empuña la paleta y ataca con decisión el lienzo. Pareja va a abrir maderas.) ¿Estuviste en el mentidero de San Felipe? (Pareja se vuelve, sorprendido.) Cuéntame.
Pareja.— Maestro… ¡Si nunca queréis que os cuente!
Velázquez.— Porque siempre estamos en peligro y es preferible no llegar a saberlo… Salvo algunas veces. Como ésta. Ahora peligra este cuadro y eso sí me importa. Cuenta y no te calles lo peor.
Pareja.— (Carraspea.) Herrera el Mozo apostaba diez ducados a los demás pintores a que el rey os prohibiría pintarlo. (Velázquez lo mira.) Lo describió muy bien, para no haberlo visto. Y dijo… que era el disparate mayor que la soberbia humana podía concebir. Se reían a gusto…
Velázquez.— Todo viene del viejo Nardi y de ese avispero. (Señala a la puerta de la izquierda.) Los más mozos se unen a los más viejos contra mí. He de tener cuidado. Sigue.
Pareja.— Me vieron, y Herrera dijo que si alguien os venía a decir lo soberbio que erais para lo mal que pintabais, haría un favor a vuestra alma.
Velázquez.— ¡Qué pena de muchacho! Como si tuviera noventa años: dice lo mismo que el viejo Carducho.
Pareja.— Alguien terció para afirmar que yo no diría nada, dado lo mal que me habíais tratado hasta que el rey me liberó. Me compadecieron por sufrir amo tan duro y me dieron la razón por seguir a vuestro lado. Así podría medrar, decían.
Velázquez.— Vamos, que te ofendieron con la mayor piedad. ¿Cómo contaron la historia?
Pareja.— Como todos. Que aprendí a escondidas durante años, porque vos nunca consentiríais que un esclavo pintase, que dejé un lienzo mío para que su majestad lo volviese y que su majestad os forzó a liberarme después de verlo.
(Ríen los dos.)
Velázquez.— (Riendo.) Creo que la gente seguirá diciendo esa necedad aunque pasen siglos. Es muy claro que no habrías podido aprender tanto viviendo toda tu vida en mi casa sin que yo lo supiera; pero con tal de achacarte alguna mezquindad, los hombres creerán a gusto la mayor sandez.
Pareja.— (Baja la voz.) Hasta su majestad lo creyó, señor.
Velázquez.— (Baja la voz.) La argucia salió bien. Juan, hijo mío: un hombre no debe ser esclavo de otro hombre.
Pareja.— Nunca me tratasteis como tal, señor.
Velázquez.— Porque así lo creía desde que te recibí de mi suegro. Pero si te liberto yo, el marqués y todos los que se le parecen no me lo habrían perdonado. ¿Dijeron algo más?
Pareja.— Yo no podía defenderos bien… Ellos eran hidalgos y cristianos viejos, y yo no. De modo que resolví alejarme…
(Velázques se levanta para comprobar algo, de espaldas en el primer término.)
Velázquez.— Juan, creo que voy a poder pintar ese cuadro.
Pareja.— No lo dudéis, señor.
Velázquez.— Si el rey da su venia, claro. Toma la paleta.
(Pareja se la recoge con los pinceles y la deja en la silla.)
Pareja.— No sé si deciros, señor…
Velázquez.— ¿Aún queda algo?
Pareja.— No ha sido en San Felipe, sino en vuestra casa.
Velázquez.— (Lo mira fijamente.) Dime.
Pareja.— (Sin mirarlo.) Doña Juana me preguntó ayer si había alguna mujer que… os agradase. Y si hubo alguna otra mujer… en Italia. Yo dije que no.
* * *
Antonio Buero Vallejo. Las Meninas (1960).
Las desilusiones
(La madre se apoya, agotada, en el pasamanos.)
Urbano.— ¿Te cansas?
Carmina.— Un poco.
Urbano.— Un esfuerzo. Ya no queda nada. (A la hija, dándole la llave.) Toma, ve abriendo. (Mientras la muchacha sube y entra, dejando la puerta entornada.) ¿Te duele el corazón?
Carmina.— Un poquillo…
Urbano.— ¡Dichoso corazón!
Carmina.— No es nada. Ahora se me pasa.
(Pausa.)
Urbano.— ¿Por qué no quieres que vayamos a otro médico?
Carmina.— (Seca.) Porque no.
Urbano.— ¡Una testarudez tuya! Puede que otro médico consiguiese…
Carmina.— Nada. Esto no tiene arreglo; es de la edad… y de las desilusiones.
Urbano.— ¡Tonterías! Podíamos probar…
Carmina.— ¡Que no! ¡Y déjame en paz!
(Pausa.)
Urbano.— ¿Cuándo estaremos de acuerdo tú y yo en algo?
Carmina.— (Con amargura.) Nunca.
Urbano.— Cuando pienso lo que pudiste haber sido para mí… ¿Por qué te casaste conmigo si no me querías?
Carmina.— (Seca.) No te engañé. Tú te engañaste.
Urbano.— Sí. Supuse que podría hacerte olvidar otras cosas… Y esperaba más correspondencia, más…
Carmina.— Más agradecimiento.
Urbano.— No es eso. (Suspira.) En fin, paciencia.
Carmina.— Paciencia.
* * *
Antonio Buero Vallejo. Historia de una escalera (1947).
¡Sólo quiere subir!
Urbano.— ¡Hola! ¿Qué haces ahí?
Fernando.— Hola, Urbano. Nada.
Urbano.— Tienes cara de enfado.
Fernando.— No es nada.
Urbano.— Baja al «casinillo». (Señalando el hueco de la ventana.) Te invito a un cigarro. (Pausa.) ¡Baja, hombre! (Fernando empieza a bajar sin prisa.) Algo te pasa. (Sacando la petaca.) ¿No se puede saber?
Fernando.— (Que ha llegado.) Nada, lo de siempre… (Se recuestan en la pared del «casinillo». Mientras hacen los pitillos.) ¡Que estoy harto de todo esto!
Urbano.— (Riendo.) Eso es ya muy viejo. Creí que te ocurría algo.
Fernando.— Puedes reírte. Pero te aseguro que no sé cómo aguanto. (Breve pausa.) En fin, ¡para qué hablar! ¿Qué hay por tu fábrica?
Urbano.— ¡Muchas cosas! Desde la última huelga de metalúrgicos la gente se sindica a toda prisa. A ver cuándo nos imitáis los dependientes.
Fernando.— No me interesan esas cosas.
Urbano.— Porque eres tonto. No sé de qué te sirve tanta lectura.
Fernando.— ¿Me quieres decir lo que sacáis en limpio de esos líos?
Urbano.— Fernando, eres un desagradecido. Y lo peor es que no lo sabes. Los pobres diablos como nosotros nunca lograremos mejorar de vida sin la ayuda mutua. Y eso es el sindicato. ¡Solidaridad! Ésa es nuestra palabra. Y sería la tuya si te dieses cuenta de que no eres más que un triste hortera. ¡Pero como te crees un marqués!
Fernando.— No me creo nada. Sólo quiero subir. ¿Comprendes? ¡Subir! Y dejar toda esta sordidez en que vivimos.
Urbano.— Y a los demás que los parta un rayo.
Fernando.— ¿Qué tengo yo que ver con los demás? Nadie hace nada por nadie. Y vosotros os metéis en el sindicato porque no tenéis arranque para subir solos. Pero ese no es camino para mí. Yo sé que puedo subir y subiré solo.
Urbano.— ¿Se puede uno reír?
Fernando.— Haz lo que te dé la gana.
Urbano.— (Sonriendo.) Escucha, papanatas. Para subir solo, como dices, tendrías que trabajar todos los días diez horas en la papelería; no podrías faltar nunca, como has hecho hoy…
Fernando.— ¿Cómo lo sabes?
Urbano.— ¡Porque lo dice tu cara, simple! Y déjame continuar. No podrías tumbarte a hacer versitos ni a pensar en las musarañas; buscarías trabajos particulares para redondear el presupuesto y te acostarías a las tres de la mañana contento de ahorrar sueño y dinero. Porque tendrías que ahorrar, ahorrar como una hurraca; quitándolo de la comida, del vestido, del tabaco… Y cuando llevases un montón de años haciendo eso, y ensayando negocios y buscando caminos, acabarías por verte solicitando cualquier miserable empleo para no morirte de hambre… No tienes tú madera para esa vida.
Fernando.— Ya lo veremos. Desde mañana mismo…
Urbano.— (Riendo.) Siempre es desde mañana. ¿Por qué no lo has hecho desde ayer, o desde hace un mes? (Breve pausa.) Porque no puedes. Porque eres un soñador. ¡Y un gandul! (Fernando le mira lívido, conteniéndose, y hace un movimiento para marcharse.) ¡Espera hombre! No te enfades. Todo esto te lo digo como un amigo.
(Pausa.)
Fernando.— (Más calmado y levemente despreciativo.) ¿Sabes lo que te digo? Que el tiempo lo dirá todo. Y que te emplazo. (Urbano lo mira.) Sí, te emplazo para dentro de… diez años, por ejemplo. Veremos, para entonces, quién ha llegado más lejos; si tú con tu sindicato o yo con mis proyectos.
Urbano.— Ya sé que no yo no llegaré muy lejos; y tampoco tú llegarás. Si yo llego, llegaremos todos. Pero lo más fácil es que dentro de diez años sigamos subiendo esta escalera y fumando en este «casinillo».
Fernando.— Yo, no. (Pausa.) Aunque quizá no sean muchos diez años…
(Pausa.)
Urbano.— (Riendo.) ¡Vamos! Parece que no estás muy seguro.
Fernando.— No es eso, Urbano. ¡Es que le tengo miedo al tiempo! Es lo que más me hace sufrir. Ver cómo pasan los días, y los años…, sin que nada cambie. Ayer mismo éramos tú y yo dos críos que veníamos a fumar aquí, a escondidas, los primeros pitillos… ¡Y hace ya diez años! Hemos crecido sin darnos cuenta, subiendo y bajando la escalera, rodeados siempre de los padres, que no nos entienden; de vecinos que murmuran de nosotros y de quienes murmuramos… Buscando mil recursos y soportando humillaciones para poder pagar la casa, la luz… y las patatas. (Pausa) Y mañana, o dentro de diez años que pueden pasar como un día, como han pasado estos últimos…, ¡sería terrible seguir así! Subiendo y bajando la escalera, una escalera que no conduce a ningún sitio; haciendo trampas en el contador, aborreciendo el trabajo…, perdiendo día tras día… (Pausa) Por eso es preciso cortar por lo sano.
Urbano.— ¿Y qué vas a hacer?
Fernando.— No lo sé. Pero ya haré algo.
Urbano.— ¿Y quieres hacerlo solo?
Fernando.— Solo.
Urbano.— ¿Completamente?
(Pausa.)
Fernando.— Claro.
Urbano.— Pues te voy a dar un consejo. Aunque no lo creas, siempre necesitamos de los demás. No podrás luchar solo sin cansarte.
Fernando.— ¿Me vas a volver hablar del sindicado?
Urbano.— No. Quiero decirte que, si verdaderamente vas a luchar, para evitar el desaliento necesitarás…
(Se detiene.)
Fernando.— ¿Qué?
Urbano.— Una mujer.
* * *
Antonio Buero Vallejo. Historia de una escalera (1947).