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Ningún hombre debe ser esclavo de otro hombre (I)

01/10/2021

Pareja.— (Se acerca.) La paleta está dispuesta, maestro.
Velázquez.— Hay días en que me admiro de lo necio que puedo llegar a ser.

(Separa sus manos y va al caballete, pensativo.)

Pareja.— ¿Cierro?
Velázquez.— Pero no eches la llave. (Pareja va al fondo y cierra la puerta.) El cuadro grande no puede ser tan duro. Quizá al rey no le plazca este borrón… Da grima verlo. ¡Oh! (Con un suspiro de disgusto se sienta, empuña la paleta y ataca con decisión el lienzo. Pareja va a abrir maderas.) ¿Estuviste en el mentidero de San Felipe? (Pareja se vuelve, sorprendido.) Cuéntame.
Pareja.— Maestro… ¡Si nunca queréis que os cuente!
Velázquez.— Porque siempre estamos en peligro y es preferible no llegar a saberlo… Salvo algunas veces. Como ésta. Ahora peligra este cuadro y eso sí me importa. Cuenta y no te calles lo peor.
Pareja.— (Carraspea.) Herrera el Mozo apostaba diez ducados a los demás pintores a que el rey os prohibiría pintarlo. (Velázquez lo mira.) Lo describió muy bien, para no haberlo visto. Y dijo… que era el disparate mayor que la soberbia humana podía concebir. Se reían a gusto…
Velázquez.— Todo viene del viejo Nardi y de ese avispero. (Señala a la puerta de la izquierda.) Los más mozos se unen a los más viejos contra mí. He de tener cuidado. Sigue.
Pareja.— Me vieron, y Herrera dijo que si alguien os venía a decir lo soberbio que erais para lo mal que pintabais, haría un favor a vuestra alma.
Velázquez.— ¡Qué pena de muchacho! Como si tuviera noventa años: dice lo mismo que el viejo Carducho.
Pareja.— Alguien terció para afirmar que yo no diría nada, dado lo mal que me habíais tratado hasta que el rey me liberó. Me compadecieron por sufrir amo tan duro y me dieron la razón por seguir a vuestro lado. Así podría medrar, decían.
Velázquez.— Vamos, que te ofendieron con la mayor piedad. ¿Cómo contaron la historia?
Pareja.— Como todos. Que aprendí a escondidas durante años, porque vos nunca consentiríais que un esclavo pintase, que dejé un lienzo mío para que su majestad lo volviese y que su majestad os forzó a liberarme después de verlo.

(Ríen los dos.)

Velázquez.— (Riendo.) Creo que la gente seguirá diciendo esa necedad aunque pasen siglos. Es muy claro que no habrías podido aprender tanto viviendo toda tu vida en mi casa sin que yo lo supiera; pero con tal de achacarte alguna mezquindad, los hombres creerán a gusto la mayor sandez.
Pareja.— (Baja la voz.) Hasta su majestad lo creyó, señor.
Velázquez.— (Baja la voz.) La argucia salió bien. Juan, hijo mío: un hombre no debe ser esclavo de otro hombre.
Pareja.— Nunca me tratasteis como tal, señor.
Velázquez.— Porque así lo creía desde que te recibí de mi suegro. Pero si te liberto yo, el marqués y todos los que se le parecen no me lo habrían perdonado. ¿Dijeron algo más?
Pareja.— Yo no podía defenderos bien… Ellos eran hidalgos y cristianos viejos, y yo no. De modo que resolví alejarme…

(Velázques se levanta para comprobar algo, de espaldas en el primer término.)

Velázquez.— Juan, creo que voy a poder pintar ese cuadro.
Pareja.— No lo dudéis, señor.
Velázquez.— Si el rey da su venia, claro. Toma la paleta.

(Pareja se la recoge con los pinceles y la deja en la silla.)

Pareja.— No sé si deciros, señor…
Velázquez.— ¿Aún queda algo?
Pareja.— No ha sido en San Felipe, sino en vuestra casa.
Velázquez.— (Lo mira fijamente.) Dime.
Pareja.— (Sin mirarlo.) Doña Juana me preguntó ayer si había alguna mujer que… os agradase. Y si hubo alguna otra mujer… en Italia. Yo dije que no.

* * *

Antonio Buero Vallejo. Las Meninas (1960).

Parte II

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