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Ningún hombre debe ser esclavo de otro hombre (II)

25/01/2022

D.ª Juana.— ¿Viste ya al rey?
Velázquez.— Deja eso ahora. ¡Dónde está ese hombre?
D.ª Juana.— En la cocina.
Velázquez.— ¿Puede andar?
D.ª Juana.— Ahora está de pie. ¿Quién es, Diego?
Velázquez.— Tráelo acá.
D.ª Juana.— (Va a la puerta y se vuelve.) Huele mal, está sucio. Parece loco… ¡Que se vaya cuanto antes, Diego! Los niños…
Velázquez.— Tráelo. (D.ª Juana sale. Velázquez se oprime las manos con tensa expectación. D.ª Juana vuelve con Pedro y se retira al fondo. Pedro mira con dificultad al hombre que tiene delante. Velázquez le mira fijamente.) Dios os guarde, amigo mío.
Pedro.— ¿Sois vos don Diego? No veo bien.
Velázquez.— El mismo.
Pedro.— ¿Me recordáis?
Velázquez.— Es claro. ¿No te acuerdas, Juana? Me sirvió de modelo para un Esopo.
D.ª Juana.— ¿Es… aquél?
Pedro.— Más de quince años hará que lo pintasteis.
Velázquez.— ¿Qué edad contáis ahora?
Pedro.— Ya no me acuerdo.
D.ª Juana.— (Musita.) ¡Jesús!…
Velázquez.— Sentaos.

(Lo conduce.)

D.ª Juana.— (Deniega con la cabeza.) Diego…
Velázquez.— Déjanos, Juana.

(Sienta a Pedro en el sillón.)

Pedro.— Gracias, don Diego.

(D.ª Juana va a hablar; Velázquez la mira y ella sale por la izquierda, desconcertada.)

Velázquez.— (Cierra la puerta y se vuelve.) Al fin recuerdo cómo os llamáis: Pedro.
Pedro.— (Después de un momento.) Os falla la memoria… Mi nombre es Pablo.
Velázquez.— (Su fisionomía se apaga súbitamente.) ¿Pablo?
Pedro.— Pablo, sí.
Velázquez.— (No duda que ha mentido, desconfía.) Quizá os recuerdo a vos tan mal como a vuestro nombre…
Pedro.— ¿Recordáis nuestras pláticas?…
Velázquez.— (Frío.) A menudo. Mas no sé ya si los recuerdos son verdaderos. Decidme qué deseáis.
Pedro.— Ni lo sé… Durante estos años pensé con frecuencia en vos. Quizá no debí venir.
Velázquez.— ¿Qué ha sido de vos?
Pedro.— Vida andariega. ¿Y de vos?
Velázquez.— Me ascendieron a aposentador del rey. Y he pintado.
Pedro.— (Suspira.) Habéis pintado… (Un corto silencio.) Debo irme ya.

(Se levanta. Los dos intentan disimular su turbación.)

Velázquez.— ¿Me admitiréis un socorro?
Pedro.— Vuestra esposa me dio ya vianda. Gracias. (Una pausa. Velázquez se oprime las manos.) Una curiosidad me queda antes de partir… Me la satisfacéis si os place y os dejo.
Velázquez.— Decid.
Pedro.— ¿Recordáis que me hablabais de vuestra pintura?
Velázquez.— (Sorprendido.) Sí.
Pedro.— Un día dijisteis: las cosas cambian… Quizá su verdad esté en su apariencia, que también cambia.
Velázquez.— (Cuyo asombro crece.) ¿Os acordáis de eso?
Pedro.— Creo que dijisteis: si acertáramos a mirarlas de otro modo que los antiguos, podríamos pintar hasta la sensación del hueco…
Velázquez.— ¿Será posible que lo hayáis retenido?
Pedro.— Dijisteis también que los colores se armonizan con arreglo a leyes que aún no comprendíais bien. ¿Sabéis ya algo de esas leyes?
Velázquez.— Creo que sí, mas… ¡me confunde vuestra memoria! ¿Cómo os importa tanto la pintura sin ser pintor?

(Un silencio.)

Pedro.— (Con una triste sonrisa.) Es que yo, don Diego…, quise pintar.
Velázquez.— (En el colmo del asombro.) ¿Qué?
Pedro.— No os lo dije entonces porque quería olvidarme de la pintura. No me ha sido posible. Ahora, ya veis… vuelvo a ella… cuando sé que ya nunca pintaré.
Velázquez.— ¡Qué poco sé de vos! ¿Por qué no habéis pintado?
Pedro.— Ya os lo diré.
Velázquez.— Sentaos. (Lo empuja suavemente y se sienta a su lado.) Sabed que me dispongo justamente a pintar un cuadro donde se resume cuanto sé. Nada de lo que pinté podrá parecérsele. Ahora sé que los colores dialogan entre sí: ese es el comienzo del secreto.
Pedro.— ¿Dialogan?
Velázquez.— En Palacio tengo ya un bosquejo de ese cuadro. ¿Querríais verlo?
Pedro.— Apenas veo, don Diego.
Velázquez.— Perdonad.
Pedro.— Pero querría verlo, si me lo permitís, antes de dejaros.
Velázquez.— (Le toca un brazo.) Pedro…
Pedro.— ¿Cómo?
Velázquez.— Entonces me ocultabais muchas cosas; pero no me mentíais. Vuestro nombre es Pedro.
Pedro.— (Contento.) ¡Veo que sois el mismo! Disculpadme. La vida nos obliga a cosas muy extrañas. Yo os lo aclararé.
Velázquez.— Durante estos años creí pintar para mí solo. Ahora sé que pintaba para vos.
Pedro.— Soy viejo, don Diego. Me queda poca vida y me pregunto qué certeza me ha dado el mundo… Ya solo sé que soy un poco de carne enferma llena de miedo y en espera de la muerte. Un hombre fatigado en busca de un poco de cordura que le haga descansar de la locura ajena antes de morir.
Velázquez.— Viviréis aquí.
Pedro.— (Después de un momento.) No lo decidáis todavía.
Velázquez.— ¿Por qué?
Pedro.— Hemos de hablar.
Velázquez.— ¡Hablaremos, mas ya está decidido! Ahora os dejo, porque el rey ha de ver mi borrón. (Ríe) Quizá le hice esperar y eso sería gravísimo… De él depende que pueda o no pintar el cuadro. Pero me importa más lo que vos me digáis de él. ¿Queréis verlo esta tarde? Si no estáis muy cansado…
Pedro.— Puedo caminar.
Velázquez.— Pues mi criado Pareja os conducirá dentro de media hora.
Pedro.— ¿Aquel esclavo vuestro?
Velázquez.— El rey le ha dado la libertad porque también pinta. Mas a vos no quiero mentiros: lo logramos Pareja y yo mediante una treta.
Pedro.— ¿Y eso?
Velázquez.— ¿Habéis olvidado vuestras propias palabras?
Pedro.— ¿Cuáles?
Velázquez.— Ningún hombre debe ser esclavo de otro hombre.
Pedro.— Me remozáis, don Diego.
Velázquez.— Tampoco habéis vos olvidado mi pintura… Pedro.
Pedro.— ¡Chist! Seguid llamándome Pablo ante los demás.
Velázquez.— Como queráis. (Se acerca a la izquierda y abre la puerta.) ¡Juana!… ¡Juana! (Entra D.ª Juana. Pedro va a levantarse trabajosamente.) No os levantéis: estáis enfermo. (D.ª Juana frunce las cejas ante esa inesperada deferencia.) Vuelvo a Palacio. Este hombre quedará aquí ahora. Dile a Pareja que lo lleve al obrador dentro de media hora.
D.ª Juana.— ¿Le socorro cuando se vaya?
Velázquez.— No es menester, Juana. Queda con Dios. Os aguardo en Palacio… Pablo.

* * *

Antonio Buero Vallejo. Las Meninas (1960).

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