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Ciencia, religión y política

29/01/2023

A finales del siglo XVII y comienzos del XVIII se enfrentaron estas dos familias físico-teológicas, la neoplatónica y la mecanicista. La primera predominó en Inglaterra bajo el cobijo de la ciencia newtoniana, mientras que la segunda prosperó especialmente en Francia auspiciada por el prestigio de Descartes. El piadoso Newton se valía de la causación espiritual en las interacciones entre cuerpos separados espacialmente (como las gravitaciones) para concentrarse en la expresión matemática de las leyes seguidas por las fuerzas inmateriales, sin tener que preocuparse por imaginar un mecanismo material subyacente que los conectase. En este sentido, decía: «no invento hipótesis». El mecanismo cartesiano se le antojaba la antesala de la infidelidad, pues al sostener que el mundo funciona mecánicamente a base de impactos materiales, excluía que el físico se topase con Dios al estudiar la naturaleza, estableciendo así una separación insalvable entre física y teología. A ello respondía Leibniz que un Dios como el de Newton, que debe intervenir continuamente en su obra para crear el movimiento que se gasta y hacer funcionar el sistema, es un mal relojero que no sabe diseñar una máquina que funcione sin constantes reparaciones, con lo que la naturaleza es un perpetuo milagro (recuérdense las motivaciones contra el naturalismo renacentista de Mersenne). De este modo, las discusiones y propuestas científicas eran inseparables de las concepciones teológicas. El Dios omnipotente y voluntarista de Newton actúa como le viene en gana, lo que entraña que hay que partir de los hechos consumados para inducir sus decisiones. El dios intelectualista de los continentales opera según la razón en pos de lo mejor, merced a lo cual podemos indagar racionalmente sus planes, como creían hacer Kepler o Leibniz, de manera que su dios no era tanto el dios personal y colérico de Abraham cuanto un dios filosófico que garantiza el orden natural y racional.

Como se puede ver, la religión particular de los científicos desempeñó una función esencial en sus métodos y teorías, pues todo ello se modelaba conjuntamente. Pero los dioses de cada científico eran tan diferentes como sus propuestas científicas. El de Kepler era un geómetra que creaba con los sólidos regulares del Timeo; el de Newton era el atrabiliario y celoso Dios bíblico que hace lo que le viene en gana sin plegarse a criterios de bondad o perfección ajenos a Él; el de Descartes era un mecánico perfecto, etc. En este sentido individual, la religión y la teología no fueron enemigos de la ciencia. El problema fue la religión instituida en una Iglesia con poder. En el siglo XIX se impuso la idea de que la religión y ciencia eran cosas incompatibles abocadas a la guerra. Esta idea es patentemente incorrecta si se refiere a la religión particular elaborada con libertad por el teórico. Pero resulta plausible aplicada a las Iglesias, pues tanto las reformadas como la católica tienen un su haber condenas del copernicanismo, persecuciones y aun incineraciones de «disidentes» como Galileo, J. B. van Helmont, G. Bruno o M. Servet. Dado que las sectas cristianas consideraban que la Biblia contenía verdades religiosas, morales y físicas, las teorías cosmológicas y filosófico-naturales que no se acomodasen a ellas serían «ateas», por lo que la «guerra» era inevitable. El resultado del choque dependía de la fuerza y determinación de la autoridad, aspectos en los que destacaron los católicos, que disponían de una filosofía perenne y de unos cuerpos de represión y control eficaces, como la congregación del Índice, la Santa Inquisición o la Compañía de Jesús. La situación tendía a ser mejor entre las sectas reformadas, en las que la autoridad era menos omnímoda y en las que existían ideas favorables al sacerdocio de todos los creyentes y a la interpretación personal de la Biblia. Aunque eso produjera una mayor tolerancia, esta tenía un límite, pues Newton nunca se atrevió a expresar públicamente su teoría de que Cristo era un hombre, y la Trinidad, una corrupción politeísta, lo que le hubiera valido el ostracismo social y anglicano. Veamos la acogida de la ciencia en ambos ámbitos.

En Italia, las condenas de naturalistas como Patrizi o Bruno mostraron los obstáculos religiosos a la libre especulación, mientras que la condena del compernicanismo y de Galileo agostaron las innovaciones cosmológicas, astronómicas y atomistas, lo que contribuyó a la decadencia científica del país más dinámico del Renacimiento. Pero además la Iglesia católica atacó con perseverancia tanto el naturalismo hermético como la filosofía mecánico-corpuscular, sin que tuviese más alternativa que un escolasticismo periclitado incapaz ya de dirigir las investigaciones. Por ejemplo, el espíritu contrario al animismo, la magia y el hermetismo del Concilio de Trento obstaculizó el desarrollo de la química entre los católicos. Aunque Paracelso era católico a su manera en la primera mitad del siglo XVI, el resurgimiento del paracelsismo a finales de siglo, después de Trento, fue perseguido. Los jesuitas que acompañaban la invasión española en Bélgica la tomaron con Joan Baptista van Helmont y consiguieron que en 1625 la Inquisición española condenase como heréticas veintisiete tesis suyas, por lo que hubo de retractarse. En 1633 fue condenado por la Facultad de Teología de Lovaina por aceptar las «monstruosas supersticiones» de Paracelso y su filosofía química (pyrotechnice philosophando). El resultado fue que la química quedó con manos de protestantes como Daniel Sennert, Andreas Libavius, Michael Sendivogius, Robert Boyle o Nicolas Lémery.

Pero el mecanicismo, ingeniado a fin de evitar los males del hermetismo para el alma, no tuvo mejor acogida, pues los jesuitas jalearon una fea consecuencia suya. Para el mecanicismo, las propiedades reales de las cosas son las formas, tamaño y movimiento de sus partículas, mientras que las cualidades que presentan no son sino el impacto fisiopsicológico de esos corpúsculos sobre nuestro sentidos. En el mundo objetivo no hay calor, sino agitación de las partículas que nosotros percibimos como calor. Tampoco hay colores, sino partículas con diferente espín que excitan en el ojo la sensación de rojo o azul. El problema surge con la transmutación de la hostia, pues si el pan se transforma realmente en carne, sus partículas deberían excitar las cualidades que excita la carne (color rojo, vetas de grasa blanca, olor dulzón). En Trento se había decidido recurrir a la vieja doctrina de las formas: las acciones (olor, sabor, color) permanecen milagrosamente en la hostia, aunque la forma sustancial sea ahora de carne. La poda de formas, sustanciales o accidentales, ecceidades y demás constructos escolásticos por parte de la filosofía mecánica, arruinaba esta «explicación», por lo que los jesuitas denunciaron el corpuscularismo de Galileo y Descartes. En el caso del primero, la Iglesia se decantó por una acusación más sólida, cual era su adhesión al copernicanismo. Por su parte, en las Cuartas respuestas de sus Meditaciones metafísicas, Descartes trató de capear el temporal diciendo que solo se transmuta en carne el interior, manteniéndose la corteza de pan, con lo que la hostia serían más bien un bocadillo. (En realidad, pretende que la corteza es un puro límite que no conlleva materia alguna.) Sin duda, su mejor defensa fue vivir en Holanda y Suecia. En 1662, muerto ya Descartes, su filosofía fue condenada en Lovaina y, al año siguiente, el jesuita francés Gran Inquisidor de Roma, Honoré Fabri, consiguió meter en el Índice de Libros Prohibidos sus Meditaciones metafísicas. A ello siguió en 1671 la prohibición de enseñar sus doctrinas en la Universidad de París, que emitió el arzobispo de la ciudad por indicación real, a lo que se sumaron en la misma década las de las Universidades de Angers y Caen.

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Carlos Solís y Manuel Sellés. Historia de la ciencia (2005).

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